La historia nos muestra repetidamente que la humanidad por sí misma, sólo puede tener corazones de piedra. En nuestro egoísmo extremo, no somos capaces de amar a Dios ni al prójimo por nosotros mismos. Es sólo a través de la gracia de Dios que podemos lograr un mínimo grado de amor. Desde Adán, Eva, Caín y Abel hasta nuestros días, el mal ha demostrado nuestra debilidad ante el pecado. Sin las gracias de Dios, el Mal hace de nuestros corazones, corazones de piedra.
La piedra es considerada generalmente como algo duro, frío y sin sentimientos o vida. La piedra, aunque no tenga forma específica, puede tornarse en algo bello. Miguel Ángel transformó un bloque de mármol en la bellísima escultura, la “Piedad”,luego de cincelarla intensa, prolongada y sostenidamente. Sin embargo, a pesar de ser tan bella esa magnífica obra de arte, no se convertirá en carne, permanecerá fría y sin sentimientos.
En las costas del mundo conseguimos riscos e inmensas formaciones rocosas que parecen inalterables. Sin embargo, conocemos que el poder colosal de los mares y el constante golpeteo de las olas modelan continuamente estas formaciones rocosas naturales. Las rocas cambiarán de forma y pueden hasta ser destruidas, al ceder al imponente poder de las olas.
Y el Señor dice: “Les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ezequiel 36, 26). Cuando tenemos una conversión radical, una “metanoia”, que nos lleva a buscar a Dios, Él en Su intenso Amor, “arrancará el corazón de piedra” y nos “dará un corazón de carne”. La vida de muchos santos demuestran que estos corazones de carne han sido capaces de cambiar la historia y atestiguan que el amor triunfa sobre el mal.
Pero, a diferencia de Miguel Ángel, el cincel de Dios es puro Amor. El cincel de Dios es nuestro Señor Jesucristo. Y Jesús usa su poderoso océano de amor para tiernamente, aunque también intensamente, moler nuestros corazones y transformarlos en corazones de carne que cambiarán el mundo.
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